Llevaba varios meses con el caso, por fin había llegado el momento de asestar el golpe definitivo: mañana plantearía la demanda. Tendría gran repercusión, sería el salto definitivo de su carrera, lo sabía.
María adoraba salir en las noticias aunque no entendía por qué cuanto más respeto se la tenía a nivel profesional menos éxito tenía con los hombres. Pero eso iba a cambiar, también lo sabía.
El ascensor iba muy lento, más que de costumbre. El hombre que bajaba a su lado no se había dado cuenta porque escribía un SMS en su viejo móvil. En cuanto llegara a la calle sacaría su iphone 4 y pediría un taxi, iba con el tiempo pegado, como siempre. Sólo lo había visto una vez pero fue amor a primera vista, hoy sería suyo.
Hacía media hora que había tomado un Almax, no había surtido efecto. Tal y como sospechaba no era cosa de una mala digestión, tan solo nervios.
Vendría en taxi a recogerlo, dijo que la esperara y eso pensaba hacer. Parecía una mujer segura de sí misma, a lo mejor lo llevaba a cenar, ¡quizás algo romántico! Le habían recomendado un sitio nuevo, El Desván, pero dejaría la iniciativa a ella, le agradaba tener relaciones con mujeres de fuerte personalidad, puede que compensando la suya.
Su despacho estaba en lo alto de una torre, en la parte norte de la ciudad; por fin se detuvo el ascensor. Avanzó con paso firme atravesando el lobby mientras hurgaba en el fondo de su Prada.
Al salir a la calle distinguió la luz verde de un taxi que se aproximaba por Juan Carlos I. Apretó el paso sobre sus agujas, agitando su suerte con el brazo izquierdo. En la desesperación del ascensor había comprobado la hora, 19.38, tarde. En los juicios nunca le pasaba, pero en temas personales… El taxi se detuvo frente a María.
—Avenida Miguel Induráin 54 —dijo a la mujer que conducía saltando al interior— Deprisa.
—De acuerdo señora, abróchese el cinturón por favor.
Le dijo que estuviera a las ocho menos cuarto pero él había llegado antes. El viento helaba su nariz, sentía frío, y dolor en el estómago. Eran buenas sensaciones, a lo mejor esta vez pasaba de la segunda cita.
La plaza Circular estaba en obras, María maldijo el tranvía. Intentando distraerse miró la fachada de la Cárcel Vieja que ahora el Ayuntamiento quería rehabilitar, echaría un vistazo a los proyectos, ojalá alguno tuviera aires del Renacimiento. Agitó la muñeca, 19.45 marcaba su Omega. A otra mujer le hubiera gustado que fuera un regalo de su pareja, a ella le daba igual, merecía lo que ganaba.
El taxi entró volando en Ronda de Levante. El semáforo se acababa de poner en rojo y el vehículo frenó bruscamente. La conductora se giró extendiendo su brazo hacia atrás y sin mediar palabra colocó una pistola provista de silenciador a un par de centímetros de María. La cara de sorpresa quedó petrificada cuando la pequeña bala penetró en su frente, la punta hueca hizo el resto. El impacto lanzó su cabeza hacia atrás, partiéndole un par de vértebras cervicales, aunque eso ella no lo notó.
Tres personas cruzaban ajenas a todo en el paso de peatones, los faros del coche no dejaban ver el interior del taxi. Cuando el resto de vehículos llegaron a su altura la chica permanecía sentada en el asiento posterior del Seat Altea mientras la conductora del taxi observaba el semáforo, preparada para salir de nuevo al galope.
Miraba el reloj, siempre lo llevaba adelantado para evitar llegar tarde a los sitios. Ella si lo hacía, aunque estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta porque…, vendría. No era la primera vez que esperaba y desesperaba, quizás fuera el refrán que mejor resumía su vida, una larga lista de ilusiones y desilusiones. ¿Acaso no era un buen hombre? Sí, sí que lo era, a pesar de que la Diosa Fortuna se riera de él con demasiada frecuencia. Esperaría, ¿qué eran quince minutos tarde?
El taxi se detuvo en una calle sin salida. Salió pulsando el botón del maletero y abrió la puerta trasera. Quitando el cinturón asió con fuerza el cadáver, la abogada apenas pesaba, llevaría una vida estresante, aunque eso poco importaba. Tampoco importaba el flamante Lexus que le esperaba en el concesionario, el que ya nunca recogería. La taxista era juez, merecía ese final. La dejó caer dentro del maletero, donde una pesada manta extendida sobre el fondo la estaba esperando. Tapó el cuerpo y cerró el maletero.
Una rápida inspección dentro del vehículo mostró que tanto la elección del arma como de la bala habían sido acertadas: ninguna mancha, ningún cristal roto. Miró alrededor, todo en orden, misión cumplida. Subiendo de nuevo, metió primera y abandonó el lugar por donde había venido. Debía comunicar el resultado, en el primer semáforo agarró su móvil, allí esperaba un SMS que le había entrado hacía unos veinticinco minutos: “La tengo a mi lado, estamos bajando en el ascensor, saldrá en un minuto más o menos”. Contestó: “Caso cerrado”. Tan solo quedaba un último asunto, un fleco que le removía por dentro.
Por fin. Un taxi se acercaba disminuyendo la velocidad. La luz de ocupado parecía indicarle que alguien bajaría allí, sería ella, tarde pero cumpliendo. Para variar, pedía tener suerte, pedía que aquella fuera la mujer de su vida. Al detenerse observó que el asiento trasero estaba vacío. El conductor abrió su puerta y apareció una melena rubia. ¡Era taxista! Quizás la suerte empezaba por fin a sonreírle.
—¿Has visto alguna vez Murcia desde el mirador de la Cresta del Gallo, por la noche? —preguntó la taxista.
—No.
—¡Venga! ¡Sube!
Entró en el taxi y la miró. Ella le devolvió la sonrisa.
—¿Crees que la suerte puede cambiar?
—¿Y tú crees que las personas pueden cambiar?
—Pienso que sí.
Aquellos inocentes ojos. Quizás tenía razón, a lo mejor él necesitaba suerte y ella cambiar. Se inclinó y besó los labios del hombre con fuerza.
Qué Guapo está ..me has dejado sin palabras