Mi traición.

Y allí los tenía, listos para firmar ante el notario el mayor error de sus vidas. La pareja estaba súper ilusionada. Aunque intentaban disimularlo delante del serio Sr. García, el notario con menos escrúpulos de toda Murcia, mantenían las manos unidas bajo la mesa, así desde que se habían sentado.

No fue nada sencillo, la promotora tenía muy mala prensa, lo que asustaba a mucha gente. Algún amigo les había prevenido: “llevar cuidado, no fiaros”. Hasta tuve que enseñarles unos planos modificados para convencerlos de que era la casa de sus sueños. El negocio era el negocio, si no vendía me quedaba sin curro y ¿dónde coño iba a encontrar yo un sueldo de 2000€? Vamos, ni loca. Y más ahora que el sector del ladrillo está empezando a tener serios problemas. Garrido me había dicho que si no vendía todas las que quedaban de la promoción no iba a abonarme ninguno de los incentivos pendientes y que llevara cuidado porque no tenía claro poder resolver todas las nóminas hasta final de año. Que le dieran mucho por culo a la parejita feliz. Que hubieran buscado mejor. Si se quedaban sin casa y sin dinero no era cosa mía. Una vez vendida, el problema sería de la promotora, del banco o de Garrido, pero nunca mío. Era la jungla, un animal más. Los había mucho más fieros y peligrosos, también debía sobrevivir ¿no?

Pero todo había cambiado, de repente, justo al sentarse en la mesa. Cuando les pidió los DNI para entregarlos al notario. Cuando vio los apellidos de la chica. Esos apellidos tan raros, tan únicos, y a la vez tan familiares. Esos apellidos que ella misma había quitado de su DNI al cumplir los 18 años. Esos apellidos que le recordaban tanto a sus verdaderos padres, muertos en accidente de tráfico cuando ella apenas era un bebé.

“¿Quién demonios es esta chica? ¿Cómo puede tener esos apellidos? ¿Acaso es una broma del destino? ¿Puede haber alguien que se apellide igual? ¿O es que tengo una hermana y nunca lo he sabido?”

El notario estaba a punto de pedirle que se los entregara para cerrar el trato mientras la mano que sostenía los dos carnets temblaba ligeramente. Ella la miraba, como si tuviera vida propia, como si la decisión de traicionar a una desconocida o traicionarse a sí misma la tuviera que tomar aquella cosa temblorosa.

-Señorita, que me si me da los carnets, por favor -escuchó la mano.

Miró al notario, miró a la chica, miró a la mano. Y esta le dijo que debía traicionarse.

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