“Entonces escuché una voz que decía -cinco minutos-.
Y recordé como la conocí. Aquel lluvioso día, cuando el barro cubría todas las calles. Cuando se recomendaba a la gente no salir de sus casas. Ella tenía que llevar algo de comida a su padre que estaba enfermo.
Allí estaba, de pie, mojada, empapada. Pero guapa, muy guapa. Llevaba una bolsa de cartón marrón que apenas si podía cargar y que se empezaba a romper por el agua.
Y me acerqué y le pregunté si no llevaba paraguas. Y ella me miró, y en ese mismo instante supe que era la mujer de mi vida.
Tras acompañarla a su casa con mi paraguas, cargando con la bolsa casi deshecha, ella me dio las gracias y me dio un beso en la mejilla. Me emociono solo con recordarlo.
Me dijo que no sabía cómo agradecérmelo y que su padre necesitaba comer. A mí me pareció que quizás estaba demasiado delgada y sospeché que la poca comida que conseguía era para su padre.
Y le dije que si podía invitarla a comer. Fue muy atrevido. Nada más decirlo me di cuenta que me había sobrepasado. No me conocía y no quería que pensara mal de mí. Pero ella me volvió a sonreír. Y me dijo que sí.
Entonces volví a escuchar la misma voz por los altavoces, -cuatro minutos-.
Y recordé como dos días después volvimos a vernos, y comimos el rancho que servían en la iglesia de St. Joseph. Yo era un joven soldado que me iba al frente, a luchar contra los alemanes y ella una auxiliar que trabajaba para el servicio postal. ¡Era muy valiente! Y muy guapa.
Ella no paró de hablar y de comer. Yo apenas si podía dejar de mirarla. Sabía que pronto me llamarían, había escuchado decir que la invasión era solo cuestión de días. Pero eso me daba igual. Allí estaba ella, lo demás daba igual.
Me sorprendió su frescura y su simpatía. En Londres todo era gris, sucio, peligroso. Y ella sonreía sin parar. Recuerdo que se puso roja cuando se dio cuenta que comía sin parar. Le dije que no se preocupara, que lo entendía y que tenía que estar fuerte para cuidar de su padre.
Fue entonces cuando le cogí la mano. No sé ni cómo me atreví. Pero ella no retiró la suya. Tan solo miró nuestros dedos que se tocaban y luego volvió a mirarme. Parecía como si siempre hubiera estado esperándome. Y yo esperándola a ella. El mundo se deshacía a nuestro alrededor y sin embargo había alguien que traía esperanza a mi vida.
Fue entonces cuando, a pesar del atronador ruido de los motores, escuché -tres minutos-.
Y recordé que dando un paseo tras la comida escuchamos la sirena de ataque aéreo, de bombardeo. Y recuerdo que corrimos como dos jóvenes enamorados. Cogidos de la mano fuimos hasta el refugio de Madisson Street. Y nos abrazamos ante el sonido de las bombas allí arriba.
No podría decir cuántas personas se agolpaban en el refugio, ni el llanto de los niños desesperados, ni describir la tenue penumbra del pequeño farol del vigilante.
Tan solo recuerdo sus brazos rodeándome. Y su voz, aquella que me decía que todo iría bien, que el mundo había enloquecido pero que todo acabaría bien. Que tendrían más comidas y más risas. Que quería ir conmigo al cine cuando acabara la guerra. Y que quería viajar por toda Inglaterra y descubrir arroyos con fresnos bajo los que tomar un picnic.
Entonces el avión empezó a moverse bruscamente y escuché como nos decían -dos minutos-.
Y recordé como al día siguiente ella me pidió que nos casáramos. Le dije que era muy pronto. Ella me insistió, que daba igual, que quería estar conmigo. Estar conmigo para siempre. Y que iba a esperarme tras la guerra.
He hicimos la locura. Fuimos a la iglesia de St. Joseph y convencimos al cura para que nos casara. Yo empeñé parte de mi paga en unos anillos de plata barata y le prometí que al volver de la guerra compraría unos de oro.
Y estuvimos varios días paseando por Londres, perdidos, cogidos de la mano. Apenas fueron tres días, pero recuerdo todas las conversaciones, recuerdo todas las risas. Como si el frío o los bombardeos sobre Londres no fueran con nosotros.
Hasta que me llamaron de nuevo a filas. Mi escuadrón saltaría en paracaídas sobre la Francia ocupada.
Y ahí estaba, dando botes en el avión, cuando la voz dijo -un minuto- y una luz roja parpadeante nos indicó que debíamos ponernos en pie y acercarnos a la puerta de salto.
Entonces llegó la hora, y salté sobre Francia. Y pensé que tenía que volver a verla, que no podía morir en la guerra sin ver de nuevo su sonrisa.”
-Bueno, por hoy ya vale, mañana sigo con el cuento.
-Papá, ¿volviste a verla?
-Sí, pero eso te lo cuento otro día. Ahora a dormir -dijo dándole un beso en la frente y apretando la manta sobre el cuerpecito de la niña.
-Buenas noches Papi.
-Buenas noches mi vida -dijo.
Al girarse vio a su mujer apoyada en el marco de la puerta de la habitación. Tenía la misma sonrisa de siempre, pero una lágrima asomaba en sus ojos.
Al acercarse a ella la cogió de la mano, en la que lucía un anillo de oro.
-¿Llevas mucho aquí?
-Llevo contigo desde siempre -respondió dándole un beso en la mejilla.